(Título original del artículo: «Madre solo hay una; células madre, millones»)
El cuerpo humano está formado por millones de pequeñas células unidas entre sí, las cuales forman tejidos y estos, a su vez, órganos. Cada una tiene una función concreta. Por ejemplo, las del corazón están diseñadas para bombear sangre por todo el organismo, las del páncreas sintetizan hormonas y las de la piel crean una barrera protectora. La lista es interminable.
Pero de entre todas ellas destacan unas muy especiales: las células madre.
El resto de lenguas las suele denominar células troncales (stem cells, en inglés), porque así es como se comportan. Al igual que del tronco de un árbol parten todas sus ramas, de nuestras protagonistas se originan todos los tejidos del cuerpo.
Aunque en nuestro idioma ese término es correcto, en español preferimos llamarlas células madre. Y no existe una manera mejor de definirlas, porque forman el organismo, pero además se encargan de cuidarnos durante toda nuestra existencia.
Con nosotros desde que nos formamos y para siempre
Las células madre se clasifican en dos grupos en función del momento en el que aparecen. Primero, las embrionarias, que surgen tras la unión de un óvulo con un espermatozoide, se ocupan de formar un ser humano. Al igual que una madre, nos dan la vida.
Después de nacer tendremos el segundo grupo: las células madre adultas. Nunca nos abandonarán, y velarán por nosotros constantemente. Por eso aparecen distribuidas por todo el organismo, ayudándonos a renovar nuestros tejidos cada vez que lo necesitemos.
Por ejemplo, las células madre hematopoyéticas (del griego “creadoras de sangre”), que se encuentran en la sangre periférica, pero sobre todo en la médula ósea. Son las encargadas de formar todos los tipos de células sanguíneas, como los glóbulos blancos, los rojos o las plaquetas.
Imagínense la actividad frenética de estas células madre, teniendo en cuenta que muchas de las células sanguíneas que producen, como los granulocitos, tienen una vida media de entre 8 y 10 horas. Esa producción está altamente regulada según las necesidades del organismo. Es decir, varía en función de si el cuerpo funciona correctamente o si hay una hemorragia aguda o un cuadro séptico, en cuyo caso su actividad aumentará para resolver esa pérdida de sangre.
Gracias a la extraordinaria actividad de las células madre hematopoyéticas es posible donar sangre. En cada donación se extraen 450 centímetros cúbicos, lo cual no supone un problema para nuestro organismo: en cuestión de 24 horas las células madre habrán “repuesto” todas esas células sanguíneas perdidas.
Cuando nos quemamos o nos hacemos una herida, las células madre epidérmicas restauran nuestra piel. Pero también trabajan, y mucho, en condiciones normales. De hecho, nuestro tejido cutáneo se regenera aproximadamente cada 28 días. Podría decirse que, en lo que a piel se refiere, cada mes somos una persona nueva.
Las células madre intestinales son las responsables de la autorrenovación de nuestro epitelio intestinal. Con un mínimo de cinco comidas diarias, el tubo digestivo está sometido a una intensa actividad, por lo que necesita un continuo reemplazo de las células que lo forman. Muchas de ellas lo hacen cada cuatro días.
Cada madre a su ritmo
La tasa de renovación celular en cada órgano es distinta, y depende de cada tipo celular. Las del cuello del útero se renuevan cada 6-10 días, un ritmo parecido a las de los alveolos pulmonares. Las células que regeneran el hueso lo hacen cada 15 días, las de la tráquea, cada mes, y los espermatozoides, cada dos meses. Curiosamente, las mujeres nacen con todos los óvulos, aproximadamente un millón, que luego van perdiendo a lo largo de su vida.
En cuestión de tiempo, uno de los órganos que más puede pasar sin renovarse celularmente es el hígado: en condiciones normales, entre 200 y 300 días. Aunque las ganadoras indiscutibles son las células musculares, que aguantan hasta dieciséis años. Esto quiere decir que las células madre que las producen son considerablemente menos activas, por mucho que nos lo trabajemos en el gimnasio.
Hay más, la lista es muy larga, lo que da idea de que las células madre que producen cada tipo celular específico son muy activas, es decir, se dividen continuamente para formar nuevas células hijas. Y no puede ser de otra manera, puesto que son las encargadas de renovar nuestros tejidos durante toda la vida.
Animar a las “madres” neurales: el reto de la ciencia
Pero no todas son así. En nuestro organismo también hay células madre quiescentes (“que no se mueven”, en latín). Y se llaman así porque no son tan activas como las demás. Un ejemplo son las neurales, responsables de originar los tres tipos principales de células del sistema nervioso: los astrocitos (que controlan que nuestro tejido nervioso funcione correctamente), los oligodendrocitos (que forman la envoltura de mielina que protege los axones neuronales) y, por supuesto, las neuronas.
Durante el desarrollo embrionario, las células madre neurales son muy activas y gracias a ellas se forma nuestro sistema nervioso. Pero cuando nos hacemos mayores “se cansan de trabajar”. Y aunque están ahí, en dos regiones muy concretas del cerebro, no son todo lo activas que se esperaría. Y esta es una de las razones, entre muchísimas otras, de que existan las enfermedades neurodegenerativas como el párkinson, el alzhéimer o la esclerosis múltiple.
En las dos primeras, se mueren un tipo concreto de neuronas, y por eso aparecen los síntomas característicos de cada enfermedad, como el temblor (párkinson) o la pérdida de memoria (alzhéimer). En la esclerosis múltiple se daña la vaina de mielina que forman los oligodendrocitos y que protege los axones.
En todos estos casos, las células madre neurales no son capaces de activarse lo suficientemente rápido como para “reponer” las neuronas o los oligodendrocitos que se están muriendo como consecuencia de la enfermedad. La razón no la sabemos: las células madre especializadas están ahí, y podrían funcionar más rápidamente, pero no lo hacen. Además, su ya de por sí escasa actividad va disminuyendo poco a poco a medida que envejecemos.
La ciencia intenta desde hace años descubrir la manera de “animar” a las células madre neurales para que sean capaces de formar nuevas neuronas. De esta manera, se podrían sustituir las que mueren como consecuencia de las enfermedades neurodegenerativas, mejorando así la calidad de vida de los pacientes.
Pero no nos agobiemos: “hasta los milagros necesitan un poco de tiempo”, como dijo el hada madrina a Cenicienta. Dejemos que la ciencia haga su trabajo. Mientras tanto, el resto de células madre seguirán ahí velando por nosotros a diario, al igual que nuestra madre.
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Fuente: The Conversation. Autoría:
José A. Morales García
Investigador científico en enfermedades neurodegenerativas y Profesor de la Facultad de Medicina, Universidad Complutense de Madrid